12
Jan 10

El banco de piedra

Solía sentarme en ese banco por las tardes. Había intentado otros bancos aledaños, pero ese en particular me gustaba porque estaba ubicado simetricamente entre dos árboles cuyas  ramas y hojas formaban justo por encima un arco con forma de boca de serpiente. En los días calurosos y húmedos las hojas de esos árboles desprendían un perfume raro y viscoso pero agradable y refrescante que me transportaban plácidamente a una especie de reino gobernado por fósiles marinos estrictos pero justos y habitado por minerales de formas amenazante pero inofensivos que, creo, eran del mismo material que el banco.

No recuerdo cuándo empecé a sentarme en ese banco pero sí que cada vez que quise sentarme en él, éste estaba vacío. No reparé de inmediato en este detalle. Para mi era normal dirigirme hacia él y no ver a nadie que lo esté ocupando, como si todas las personas conociesen mi preferencia y la respetasen o como si la relación que me unía al banco fuese algo sólido, una barrera que impedía a los demás acercarse.

La mayor parte del tiempo me ponía a leer sobre el banco, a veces sentado y otras veces acostado. Algunas veces también me llevaba un sándwich y me lo comía sentado allí, con la mirada abstraída o siguiendo la trayectoria inesperada de las hojas que caían o de alguna bolsa de plástico remontada por el viento. También recuerdo alguna vez utilizar el banco para hacer flexiones o reforzar mis tríceps. Pero nunca me había tirado allí a dormir.

Esto finalmente sucedió un día de primavera que me pasé por allí luego de almorzar con un amigo. Habíamos comido y bebido bien, y en la tenue brisa de la tarde sucumbí al deseo de recostarme sobre aquel banco de piedra. Me acomodé crucé los dedos por detrás de mi cabeza y me quedé observando distraídamente el cielo.